La arquitectura como herramienta de exclusión institucional.

El hecho de que la arquitectura sea considerada una de las bellas artes hace que su valor estribe casi, únicamente, en la belleza de las construcciones que se inscriben en ella, es así que los enfoques de su estudio han estado ceñidos, aunque no de forma exclusiva, a su estética. Se ha dicho, incluso, que si un edificio es meramente funcional y carece de cualquier atributo estético, no es arquitectura aspecto que, aunque relevante, no se aborda en la presente entrada. Afortunadamente, y aunque no reciente, aquellos trabajos en los que se cuestiona el papel de la arquitectura como promotora de desigualdades sociales se han vuelto cada vez más numerosos, siendo tema de interés y discusión entre quienes se desempeñan como estudiosos de este arte. El cómo desde la arquitectura se edifica —literalmente— la discriminación hacia sectores sociales específicos constituye, en esencia, la motivación de esta entrada, siendo que es a través de ésta que se construyen las narrativas colectivas repletas de intenciones, preferencias y desafectos.

Y es dentro de estas preferencias que hay quienes buscan, en los edificios que habitan, verdaderas corazas de concreto en un intento por protegerse de los problemas sociales y económicos que les afligen mientras sueñan con ventanas hacia espacios menos violentos, los cuales, injustamente, se han vuelto sello de exclusividad para sectores con alto poder adquisitivo. La pobreza se contiene con muros ciegos, la riqueza, con enormes y relucientes ventanales.

Pero existe también una población que, a través de sus muros, busca aislarse de otros individuos, sean o no humanos, y que ven en otros una amenaza a su banal existencia, así sean manifestaciones tan placenteras como el canto de un pájaro. Deciden entonces cancelar patios y ventanas mientras cubren de asfalto o concreto todo aquel espacio remanente que pudiese albergar cualquier tipo de vida, aprisionándose en los muros de su desmesurado ego en donde no hay cabida más que para su obtusa existencia. Y valiéndose de artefactos tan novedosos como vergonzosos, aquellas construcciones habitacionales son convertidas en verdaderas prisiones, tan repletas de carencias emocionales que no permiten ser ‘invadidas’ ni colmadas con otras formas de vida .

Innumerables son las imágenes en las que se observa la proliferación de ciertos elementos de construcción colocados en las aceras de algunos edificios con el fin de evitar que personas en situación de calle puedan refugiarse, descansar o pernoctar. Aún los parques, siendo espacios públicos por definición, son transformados en lugares exclusivos para quienes tienen el privilegio de considerarlos como espacios recreativos; pero para quienes la pobreza y la necesidad les ha llevado a verlos como una de las pocas opciones viables para existir, para estas personas se han colocado postes en las bancas y artilugios punzantes en los pavimentos. Los muros de la exclusión social se materializan en la arquitectura y se refuerzan con la normalización de dichas prácticas por una gran mayoría de la población ensimismada en el sueño de una pulcra riqueza y promesas capitalistas. Y aunque la solución de tan acuciante problemática corresponde a todas luces a los gobiernos en turno, es innegable también que es en el resto de la sociedad en la que recae la obligación moral de no contribuir a su penosa agudización. Así pues, la responsabilidad de la desigualdad, la escasa accesibilidad a la vivienda y los problemas sociales inherentes a ella, corresponden a cada una de las personas que conforman nuestras sociedades en tanto las políticas públicas y los grandes errores derivados de ellas son producto del consenso de quienes conforman las llamadas sociedades democráticas.

La violencia de la exclusión, no obstante, se recrudece y acentúa contra aquellos individuos que no forman parte de nuestra especie —especismo—, a tal punto que se ha vuelto rutinario el uso de sustancias tóxicas o la implementación de objetos punzantes en las envolventes de los edificios, ya sea cornisas o cubiertas, con la finalidad de que aves como las palomas, calificadas desdeñosamente como plagas, no puedan asentarse o refugiarse en alguno de sus recovecos. Alambres con púas, vidrios embebidos en los remates de los muros y rejillas son colocados en un sin fin de edificaciones para evitar, por un lado, que felinos y caninos puedan guarecerse en aquellos espacios residuales que la especie humana ha dejado a su paso y, por otro, para evitar que pequeñas aves puedan anidar o escabullirse de la violencia humana.

La responsabilidad que conllevan las decisiones constructivas que se toman a cada minuto, y a cada segundo, de nuestra existencia, no puede ser ajena a la consideración moral y ética de aquellas otredades con las que nuestra especie ha cohabitado desde hace miles de años; hacerlo, significaría renunciar a formar parte de toda esta red simbiótica que conforman los ecosistemas. En una era en la que las convulsiones sociales derivadas de las nuevas condicionantes climáticas se hacen cada vez más cercanas e innegables, resulta imprescindible recordar que lo particular se vuelve colectivo y que las decisiones constructivas individuales constituirán los aciertos o los errores sociales de los que nos tendremos que hacer responsables en un futuro no muy lejano. Ser permisibles con la exclusividad tóxica a través de la arquitectura no solo promueve la exclusión de aquella población orillada a cubrir sus necesidades de vivienda en los espacios públicos, sino que ha erigido una especie de fascismo arquitectónico en sociedades que, irónicamente, han proclamado inclinarse por la inclusión y la diversidad.